Retazos
Antología de cuentos
Extracto
La literatura es a una isla desierta, lo que una gemela a otra: son curiosos espejos, como los de Alicia de Lewis Carroll, que nos permiten penetrar en ellos para trastocar las reglas del juego, haciendo como que no sabemos jugarlo.
A esa isla se llega tan solo por la ruta del asombro y ya instalados en ella uno descubre que todo puede pasar, desde que un hombre se despierte transformado en un insecto, un licenciado esté hecho de cristal, una lluvia de flores amarillas, un hombre invisible, un cura que levita tomando una taza de chocolate, la audacia de un viaje submarino, una máquina del tiempo a nuestra disposición, bomberos encargados de quemar libros, la edificación de otros mundos, la utopía de un mundo feliz, la posibilidad de entablar largas conversaciones con personajes que colgaron pluma y tenis hace muchos años.
En esa isla podemos atestiguar infinidad de atardeceres con solo cambiar de posición nuestra sillita, o puede ser que no salga el sol y extrañas criaturas aparezcan. Tenemos parajes que solo habitan los muertos, castillos que esconden a una princesa secuestrada por un dragón, escarabajos de oro, cuervos parlantes, escenarios que nos llevan hasta los escondrijos mismos del infierno. Es, por ella misma, la historia sin fin, el lugar sin límites, el país del nunca jamás; de los recuerdos del porvenir.
Como está hecha de emociones, es vapuleada por tormentas de toda índole de las que, sin deberla ni temerla, en ocasiones emerge un rayo fulminante que nos cambia, nos sacude y nos provoca la curiosa necesidad de encerrarnos en nuestro laboratorio, armados por una ardiente paciencia, para intentar la creación de nuestros personales remolinos, influidos por los vendavales que nos estremecieron.
Así, ya vulnerados, nos convertimos con conciencia en pararrayos ambulantes, ansiosos de sumergirnos en nuevas tormentas que nos hagan ver, de manera impiadosa, el encandilador destello de la imaginación, de la pasión desde todos sus rostros.
Como suele suceder en naufragios colectivos, los rayos caen en diferentes personas y sus víctimas se encierran por períodos para hablarnos de los daños provocados (aunque ni nos importen), para darle sus propias vueltas a la realidad en un esfuerzo, no por remediar lo sucedido, sino para lograr remolinos que se conviertan en tormentas más efectivas, como el aleteo de una mariposa que con el paso del tiempo se convierte en un huracán.
En el libro que ahora tiene en sus manos, un universo en el que se siente el silbido de voces muy propias, descubrirá ocho náufragos. Ocho aventureros en el espejo que han decidido pasar su buena temporada en esa isla en la que solo están con ellos mismos, acompañados por voces silenciosas que a gritos les provocan escarbar con furia dentro de sí, como si buscaran un tesoro de un pirata del que ni mapa tienen.
Estos once habitantes de la isla desierta reunidos en este volumen —emparentados todos por el pecado de la duda— son los que encontraron en sus archivos pequeños torbellinos que buscaban por salir y manifestarse y hoy los meten en sus respectivas botellas para que surquen un mar proceloso, lleno de indiferencias y exigencias, cruel, despiadado y con una dosis bastante limitada de quererlos acompañar en su aventura. Pero la esperanza, la habilidad para meter un remolino en una botella, el perder ese miedo terrible de que alguien que está en la misma isla, quizá sin animarse a mover los gigantes por cuenta propia, aunque les digan que solo están luchando contra molinos de viento, es lo que motiva a unirse, con sus diferencias temáticas y de sexo, su coincidencia generacional, a lanzar a la una, dos, tres, sus botellas con su remolino interior, acompañados cada uno de ellos por delicados mapas realizados por un ilustrador de la isla que puso todo su empeño en capturar las esencias; hasta de brújula los dotó.
Los once remolinos han pasado ante mis ojos en la isla que habito al lado de ellos, aunque no lo sepan. Desde el mismo plano, sin más autoridad que la accidental de la edad, que quisiera cedérsela al que se anime y así ver tras el espejo desde su perspectiva, lo cual siempre se puede hacer, porque aquí no hay imposibles. Nada más sencillo que decir que en unos veo garra, en otros experimento, ternura, emoción o languidez, o cualquier facilismo por el estilo: veo movimiento y escucho latidos. El resto es, literalmente, historia.
El primer paso está dado. En el mar surcan sus botellas ansiosas de que alguien las abra. Tienen la posibilidad de despertar relámpagos lejanos que, si insisten, se pueden convertir en truenos y si crecen harán rayos certeros que habrán de provocar que otros naufraguen, se aíslen en sus laboratorios para inventar sus propios remolinos y, cuando así lo decidan, hacerse de ingenio para meterlos en una botella y lanzarlos al mar.
Como ellos lo hacen ahora.
José Luis Franco. Otoño de 2013.
Todas las ilustraciones de este libro, incluyendo la portada de esta página y la portada del libro, fueron realizadas por el artista visual Víctor Higadera. Conoce más sobre su obra en nuestra sección de Biografías.
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